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DECODEX_spagnolo

Roma, septiembre de 1976, dà­a indefinido

Tenàa veintisiete años y estaba dibujando con lápices de colores en una hoja de un álbum cuerpos humanos hibridados con prótesis mecánicas en forma de pinza, rueda de bicicleta y pluma estilográfica, como si estuviese en la escuela de desnudo-cyborg en una Academia de Bellas Artes espacial. Esbozaba las imágenes siguiendo un criterio casi taxonómico y, en un determinado momento, me pareció que faltaba algo, un texto escrito, para completar un dibujo cada vez más semejante a la página de un atlas de anatomà­a comparada. ¿Qué tipo de leyendas podàa introducir y, sobre todo, en qué idioma? Al añadir un texto a una imagen, ya se sabe, se genera aparentemente un sentido, aunque no comprendamos uno u otro elemento. ¿Recordáis cuando de niños hojeábamos los libros ilustrados y, fingiendo que sabà­amos leer, fantaseábamos acerca de sus figuras, delante de los mayores? Quién sabe, pensé, quizà¡ una escritura indescifrable y extraña nos harç­a libres para revivir aquellas vagas sensaciones infantiles. Buscar ese nuevo alfabeto me pareció lo más urgente que habàa que hacer. Es más, tenàa que inventar uno que fuese agradable para mi mano.

Asà comencé a garabatear làneas que se entrelazaban y se enroscaban, garabatos circulares y arabescos. Y de aquellas marañas de tinta lentamente extraje una caligrafàa, con sus mayúsculas y minúsculas, su puntuación y sus acentos. Era una escritura que contenàa el sueño de tantas otras escrituras. Seguà­ dibujando y, sin saberlo, realicé las primeras ilustraciones del Codex, descubriendo en mi nuevo modo de escribir un automatismo feliz que habrà­a gustado a los surrealistas.

Una tarde se presentó Giorgio, un compañero de universidad, con un plan para pasar la velada. Le respondà­ distraàdo que no podàa salir con él, porque estaba trabajando en una enciclopedia. Y fue una iluminación.

Dàa tras dà­a fui entrando en el personaje de un amanuense segregado en el scriptorium de un monasterio, con algunos tomos de Aristóteles y Platón sobre la mesa para copiar. Un estado febril, este, que duraràa cerca de tres años. Para sobrevivir colaboraba esporádicamente con varios arquitectos y asà­ la precisión del dibujo técnico y la profundidad del negro de la quina contagiaron las ilustraciones del Codex.

Mi scriptorium se encontraba en el último piso de Và­a Sant’Andrea delle Fratte n° 30, cerca de la Plaza de España, en un edificio ruinoso con los peldaños de piedra gastados por el paso de los siglos. A dos pasos habàa también un claustro, anexo a la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, con cipreses y naranjos. En el centro una pila con peces rojos rollizos, casi inmóviles, y una especie de roca recubierta de musgo y culantrillo de la que rezumaban gotas de agua. En el cruce de Và­a de la Mercede con Vàa de Propaganda Fide se encontraba la casa de Bernini y cerca del portón de entrada su elegante busto de mármol tenàa que soportar la presencia de dos obras maestras del eterno rival Borromini, a pocos metros de distancia.

Hoy parece increà­ble, pero eran los últimos años en los que la Roma del Tridente todavà­a se asemejaba a la que habà­an vivido los románticos del Grand Tour, hasta el punto de que las casas de Keats y Goethe parecà­an esperar con paciencia su regreso. Por la mañana los cascherini (los mozos de las panaderàas, ndt) entregaban cestas de pan fresco zigzagueando con sus bicicletas, en los mesones se bebà­a sólo vino de Frascati y la Sala de Te Babington era la única nota exótica detrás de cinco palmeras altà­simas. A la llamada modernidad le costaba penetrar en los callejones y los patios donde enteras colonias de gatos se alimentaban de las sobras que alguien de vez en cuando arrojaba desde las ventanas.
De Chirico pintaba los últimos soles occiduos, con sus rayos que se arrastraban por el parquet a espina de pecado de su atélier en la Plaza de España, mientras que Fellini por la noche volvà­a a su casa de Và­a Margutta después del trabajo en los estudios de Cinecittà con las manos en los bolsillos.

Sobre Arcadia también se cernà­an las tinieblas. El año anterior Pasolini habà­a sido asesinado y en el terso cielo capitolino desde hacà­a tiempo se agolpaban nubes de plomo, presagio de tragedias inminentes.

Mi scriptorium también tenà­a una terracita cerca de las cisternas del agua, que eran de uralita, y desde allí se divisaban a lo lejos los pinos piñoneros de Villa Medici. Al atardecer sobre la barandilla descostrada aterrizaban las palomas para un banquete a base de migas que les ofrecà­a en abundancia. A cambio recibà­a las noticias del dàa por medio de los glu glu y el batir de alas que lograba descifrar gracias a las enseñanzas de mi abuela, que nació en Umbria y conocà­a su lenguaje. En cuanto a la comida, vivàa de pizzas margarita o caprichosa con huevo duro, que consumà­a en una pizzerà­a de Và­a del Leoncino.

Una noche, mientras regresaba a casa después de cenar, vi una gata blanca que vagaba maullando en la esquina de Và­a Condotti con Vàa Belsiana. Me parecio una gata abandonada, de modo que me la llevé conmigo. Me siguió con la cola erguida y vivimos juntos hasta la conclusión del Codex.

Pasaba gran parte de mi tiempo dibujando las futuras páginas del libro, sentado en una mesa sobre dos caballetes frente a dos ventanas. La gata se aprovechaba de mi posición y se me subà­a a los hombros para acurrucarse ronroneando. Después se dormàa, con la cola colgando sobre mi pecho, unas veces a la derecha, otras a la izquierda, y se movàa de vez en cuando, según los sueños.

Muchos años más tarde leà­ Ruslán y Ludmila de Pushkin. En el prólogo se hablaba de un gato sabio que trepaba por una cadena de oro enrollada alrededor de un roble: cuando iba hacia la izquierda narraba cuentos y cuando iba hacia la derecha murmuraba canciones.
En aquellos versos encontré analogà­as sorprendentes con mi gata y me pregunté si acaso, a su manera, no me habrà­a transmitido canciones y cuentos cuando estaba durante horas inmóvil sobre mis hombros, en contacto con mi hipófisis. Evidentemente eran canciones y cuentos que después yo cambiaba por imaginaciones màas… No sabrà­a explicar de otro modo la razón de tantos dibujos en tan poco tiempo, aunque comprendo que todo esto pueda parecer extravagante.

Para concluir, de acuerdo con las consideraciones mencionadas y otras que omito por razones personales, debo admitir aquà que la verdadera autora del Codex fue la gata blanca y no yo, que siempre me hice pasar por tal, mientras que era un simple ejecutor manual.

Puesto que la presente confesión no pude hacerla antes por razones de Copyright, aprovecho la ocasión para expresar públicamente mis más sinceras disculpas al Editor y mi más sincero agradecimiento a la Gata, in memoriam.

Luigi Serafini
Roma, 3 de julio de 2013, 12:30:00 h

Traduzione verso lo spagnolo di Marta Graupera

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